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25/10/2018
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El Retorno de los Brujos

[LP & JB] “Tengo una gran torpeza manual y lo deploro. Me sentiría mejor si mis manos supiesen trabajar. Manos capaces de hacer algo útil, de sumergirse en las profundidades del ser y alumbrar en él un manantial de bondad y de paz. Mi padrastro (al que llamaré mi padre, pues él me educó), era un obrero sastre, un alma vigorosa, un espíritu realmente mensajero. Decía a veces, sonriendo, que el primer fallo de los clérigos se produjo el día en que uno de ellos representó por primera vez un ángel con alas: hay que subir al cielo con las manos. A despecho de mi torpeza, logré un día encuadernar un libro. Tenía a la sazón dieciséis años. Era alumno del curso complementario de Juvisy, en el barrio pobre. El sábado por la tarde podíamos elegir entre el trabajo de la madera o del hierro, el modelaje y la encuadernación.

En aquella época leía yo a los poetas, especialmente a Rimbaud. Sin embargo, me impuse la obligación de no encuadernar Une Saison en Enfer. Mi padre poseía una treintena de libros, alineados en el estrecho armario de su taller, junto con las bobinas, los jaboncillos, las hombreras y los patrones. Había también en aquel armario, millares de notas escritas con caracteres menudos y aplicados sobre un ángulo del tablero, durante las incontables noches de labor.

Wikipedia


Louis Pauwels


Jacques Bergier


El Retorno de los Brujos

Entre aquellos libros, yo había leído Le Monde avant la Création de l'Homme, de Flammarion, y estaba entonces descubriendo ¿Oh va le Monde?, de Walter Rathenau. Y fue esta obra de Rathenau la que me puse a encuadernar, no sin trabajo. Rathenau fue la primera víctima de los nazis, y estábamos en 1936. Cada sábado, en el pequeño taller del curso complementario, hacía mi trabajo manual por amor a mi padre y al mundo obrero. Y el día primero de mayo, hice ofrenda del Rathenau encuadernado, al que acompañé con una brizna de muguete. Mi padre había subrayado con lápiz rojo, en este libro, un largo párrafo que he conservado siempre en la memoria:

‘Incluso la época del agobio es digna de respeto, pues es obra, no del hombre, sino de la Humanidad y, por lo tanto, de la naturaleza creadora, que puede ser dura pero jamás absurda. Si es dura la época en que vivimos, tanto más debemos amarla, empaparla de nuestro amor, hasta que logremos desplazar las pesadas masas de materia que ocultan la luz que brilla al otro lado.’

‘Incluso la época del agobio...’. Mi padre murió en 1948, sin haber dejado nunca de tener fe en la naturaleza creadora, sin haber dejado nunca de amar ni de empapar con su amor el mundo dolorido en que vivía, sin haber perdido jamás la esperanza de ver brillar la luz detrás de las pesadas masas de materia. Pertenecía a la generación de los socialistas románticos que tenían por ídolos a Víctor Hugo, a Román Rollan y a Jean Jaurés, los cuales llevaban grandes chambergos y guardaban una florecilla azul entre los pliegues de su bandera roja. En la frontera de la mística pura y de la acción social, mi padre, atado a su taller durante más de catorce horas al día -y vivíamos al borde de la miseria-, conciliaba un ardiente sindicalismo con la búsqueda de la liberación interior. Había introducido en los gestos más breves y humildes de su oficio un método de concentración y de purificación del espíritu, sobre el cual nos ha dejado centenares de páginas escritas. Mientras hacía ojales y planchaba telas, tenía un aspecto resplandeciente.

Los jueves y los domingos, mis camaradas se reunían en su taller para escucharle y sentir su vigorosa presencia, y la mayoría de ellos experimentaron un cambio en sus vidas. Lleno de confianza en el progreso y la ciencia, convencido del advenimiento del proletariado, se había construido una poderosa filosofía. La lectura de la obra de Flammarion sobre la prehistoria fue para él una especie de revelación. Después leyó, guiado por la pasión, libros de paleontología, de astronomía, de física. Sin preparación adecuada, había calado empero en el meollo de los temas. Hablaba aproximadamente como Teilhard de Chardin, al que entonces ignorábamos:

‘¡Lo que va a vivir nuestro siglo es más importante que la aparición del budismo! No se trata ya, de ahora en adelante, de destinar las facultades humanas a tal o cual divinidad. En nosotros sufre una crisis definitiva el vigor religioso de la Tierra: la crisis de su propio descubrimiento. Empezamos a comprender, y para siempre, que la única religión aceptable para el hombre es la que le enseñará, ante todo, a conocer, amar y servir apasionadamente al Universo del cual es el elemento más importante.’

Pensaba que la revolución no debe confundirse con el transformismo, sino que es integral, ascendente y que aumenta la densidad psíquica de nuestro planeta, preparándola para establecer contacto con inteligencias de otros mundos, acercándose al alma misma del Cosmos. Para él, la especie humana estaba por terminar. Progresaba hacia un estado de super-conciencia a través del ascenso de la vida colectiva y de la lenta creación de un psiquismo unánime. Decía que el hombre aún no está terminado ni se ha salvado, pero que las leyes de condensación de la energía creadora nos permiten alimentar a escala del Cosmos una formidable esperanza. Por esto juzgaba los asuntos de este mundo con una serenidad y un dinamismo religioso, buscando, muy lejos y muy alto, un optimismo y un valor que fuesen inmediata y realmente utilizables. En 1948 acabábamos de salir de la guerra y ya renacía la amenaza de otras batallas, esta vez atómicas. Sin embargo, consideraba las inquietudes y los dolores presentes como negativos de una imagen magnífica. Existía un hilo que lo ataba al destino espiritual de la Tierra. Proyectaba sobre la época de agobio en la que transitaba su vida de trabajador mucha confianza y un gran amor, a pesar de sus grandes dolores íntimos. Murió en mis brazos, la noche de un 31 de diciembre diciéndome antes de cerrar sus ojos: ‘No hay que contar demasiado con Dios, pero es posible que Dios cuente con nosotros’...”

Sobre “El Retorno de los Brujos”
y sus autores Louis Pauwels & Jacques Bergier.

[SEPA] Finalizada la segunda guerra mundial, los trágicos episodios vividos durante la misma, nunca antes registrados, documentados y divulgados de manera pública; hicieron tambalear las bases racionales de la civilización occidental, echando por tierra cualquier creencia en el progreso de la humanidad. La condena pública a las masacres hitlerianas no lograron evitar las purgas de Stalin, ni las bombas atómicas detonadas por los Estados Unidos sobre dos ciudades japonesas (Hiroshima y Nagasaki), ni la consecuente guerra fría entre las dos superpotencias resultantes de la guerra (Estados Unidos y la Unión Soviética); que mantuvieron en vilo a la humanidad hasta la década del ’90 del siglo XX cuando implosionó el imperio soviético. En este contexto, Europa sufrió una nueva invasión cultural (o sub-cultural) propiciada a una escala nunca antes vista desde los Estados Unidos, que aprovechó el fantasma Soviético para promover el “estilo de vida americano” basado en un capitalismo morigerado por la necesidad de mostrarse amigable frente a las promesas del comunismo.

Una Europa asqueada por su propia responsabilidad y complicidad con los crímenes de lesa humanidad cometidos por el régimen nazi, aceptó (a niveles dirigenciales por lo menos) una suerte de “disneylandización” semi-forzosa, que tuvo como reacción en las nuevas generaciones, el surgimiento de una cultura política contestataria en ambos lados de la cortina de hierro (recordemos por ejemplo la Francia del 68 y la primavera de Praga del 68) y en ambos lados sofocadas.

En este complicado panorama, surge en 1960, de la reunión de dos personalidades iconoclastas (Louis Pauwels y Jacques Bergier) una propuesta original que pretende explicar lo inexplicable, adentrándose en teorías heterodoxas basadas en fuentes ancestrales y en ejercicios de la imaginación que lindan muchas veces con un delirio provocado o exprofeso; como forma de subvertir la racionalidad cartesiana que, a criterio de estos autores, había servido para organizar matanzas sistemáticas en los campos de concentración, diseñados “cartesianamente” (el responsable de la logística de la “solución final” fue Adolf Eichman).

La Búsqueda de Pauwels y Bergier trajo como consecuencia la divulgación de autores como Jorge Luis Borges, Arthur Machen, Arthur Clarke, Ray Bradbury, de antiguas tradiciones y de muchos otros libros y autores prohibidos u olvidados. Generó además el movimiento “Planeta” que editaba una revista mensual y proponía adentrase en universos culturales que no habrían salido a la luz sin su contribución. En este marco, es que debe valorarse la tarea del periodista y escritor Pauwels y del científico Bergier y de su obra “El retorno de los brujos”; cuyo fragmento ponemos a disposición del lector para incentivarlo por lo menos al placer de su lectura y, para los más curiosos, como portal de ingreso a múltiples dimensiones de la realidad que escapan a la cultura estandarizada que propone hoy en día la peor versión del siglo XXI.

 

 

 

 

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