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La Idiotez e Internet

Internet

[Por Silvio Marcelo Dall’Ara] Umberto Eco (1932-2016), hizo un severo juicio sobre las redes sociales al atribuirles el pecado de otorgar el derecho de hablar a “legiones de idiotas”. Otras voces extienden esta apreciación al internet en general, aun cuando entre tanto supuesto escombro y basura se puedan encontrar algunas gemas de la cultura y del pensamiento universal. ¿Acaso deberíamos afirmar que quien explore internet, por una razón estadística, debe resignarse a bucear por un océano aparentemente infinito de estiércol? El matemático Bertrand Russell declaró, mucho antes de que el internet y las redes sociales aparecieran, que en todos los tiempos y lugares la mayor parte de la gente es imbécil; dato que seguramente habrá tenido en cuenta Eco para decir lo que dijo. En ambas ideas subyace la idea de querer preservarnos de tanta estupidez.

Aun, cuando el poeta Rubén Darío nos había prevenido a principios del siglo XX en un poema que, “el diamante seguirá siendo diamante por más que lo manche el cieno”, no deja de ser incómodo tener que introducir las manos en un gigantesco inodoro -incluso con guantes puestos-, para rescatarlo. Sin embargo, existe una luz de esperanza para quienes sólo quieren encontrar gemas: los algoritmos de Google. Quien haya escuchado por primera vez la palabra algoritmos puede legítimamente imaginarse que se trata de algo que tiene vida propia, o de algún animal que pertenece a una raza monstruosa e invisible.

En realidad me estoy refiriendo a una “cosa” más o menos indefinida cuya denominación elegí por comodidad o pereza otorgándole una extensión semántica que indica un género que abarca varias especies de “monstruos” seguramente distintos, pero que, quienes que somos neófitos navegantes de las redes no distinguimos. En otras palabras, podríamos habernos referido a los “algoritmos de internet”, o de “Facebook”, “Yahoo”, etc., pero elegí la palabra Google porque tiene un doble encanto.

El primero, que el origen de la palabra Google es matemático y deriva de la palabra “Googol” (se pronuncia “gúgol”) y fue usada por el matemático norteamericano Edward Kasner. Googol significa diez elevado a cien. O dicho de un modo más profano: un uno seguido de cien ceros, algo más o menos así:

Googol

En definitiva, el Googol es un número gigante que representa una cantidad de información aparentemente infinita. Al parecer no existe ningún elemento del universo que se encuentre en tal cantidad, ni estrellas, ni partículas de polvo, ni siquiera átomos.

El segundo encanto estriba en que, en realidad esta palabra usada por Kasner no fue creada por él; sino por un niño de nueve años que jugaba a su lado mientras él trabajaba. Repentinamente Kasner lo interrumpió preguntándole: -¿Dime… qué nombre le pondrías a un número grande?...; Y el niño, que era su sobrino, fastidiado por haber sido desconcentrado de sus ocupaciones y casi sin mirarlo, le contestó de inmediato:-¡¡¡Googol…!!!-…, y siguió jugando.

Hasta ahí todo bien, pero volvamos a lo nuestro: ¿Qué tienen que ver las cantidades casi infinitas como el googol, con los escasos diamantes perdidos en una cantidad exponencial de mierda, según Eco? Google (ahora estoy hablando del buscador), y otros especímenes parecidos como las redes sociales en general; trafican tanta información que sumadas tal vez conformen la cifra humana más cercana al googol (ahora estoy hablando del numero de Kasner y su sobrino).

Imagine una multitud de información, datos, cifras, palabras, fotos, filmes, grabaciones y todo aquello que pueda ocurrírsele; arrojadas en una gigantesca coctelera en perpetuo movimiento. Peor aún, imagine por un momento que un hechicero demente despedazó cada hoja de un libro, cada palabra de una frase, cada letra de una palabra, cada parte de una foto, cada fotograma de una película, cada nota de una canción, cada fonema que se grabó, etc., y colocó desordenadamente todo ello en aquella coctelera. Pues bien, más o menos eso sucede realmente en el mundo virtual. En algún lado o en todos los lados y en todo momento, ese caos de millones (o googoles) de micro datos; está orbitando neuróticamente como si fueran micro-animales descerebrados. Toda esa información, todos y cada uno de esos datos ha sido creado y/o registrado por la humanidad en una progresiva acumulación desde que nació internet; pero… si la hipótesis de Umberto Eco y Bertrand Russell fuera correcta, sólo una pequeña cantidad de los mismos habrían sido creados, generados o aportados por personas que no sean imbéciles, lo que suena desesperanzador.

Siguiendo esta línea de pensamiento, si uno tuviera la posibilidad de cazar datos como si intentara capturar insectos en un jardín infinito, la implacable estadística Eco-Russeliana nos indicaría que la mayoría de las capturas obtenidas serían gusanos, escarabajos bosteros, cucarachas, langostas, polillones negros, moscas verdes, etc. y sólo algunas pocas… muy pocas mariposas.

Sin embargo, ello no siempre sucede gracias a los algoritmos. ¿Qué son los algoritmos? La respuesta puede estar contenida en varias bibliotecas; pero no es descabellado describirlos de manera muy elemental, como un conjunto de instrucciones ordenadas al cumplimiento de un objetivo determinado. Demos un ejemplo metafórico: imaginemos que un Chef tiene un asistente al que le ordena que prepare un huevo frito pero, como el ayudante es un idiota cuya única virtud es su obediencia (concedámosles a Eco y Russel la razón en este ejemplo); el Chef le debe enseñar paso a paso cómo hacerlo, y así, le dirá: “…prende la hornalla, coloca el sartén en el fuego, pon un poco de aceite en la sartén, rompe un huevo sobre el sartén, etc., etc., etc…”; como el ayudante es muy, pero muy idiota, las instrucciones que recibe del Chef deben ser muy precisas. Estas instrucciones detalladas son equivalentes a un algoritmo.

Nuestro Chef trabajó con varios ayudantes con distintos grados de idiotez a los que tuvo que despedir. Sin embrago, llegó a la conclusión que, si tiene obligadamente que tratar con un idiota, prefiere un idiota absoluto pero obediente, antes que tratar con alguien que sólo es medio idiota. De esta forma eliminaba la incertidumbre de no saber cuándo su ayudante iba a hacer una idiotez y cuando no; sólo debía precaverse de darle las instrucciones detalladamente. Tal vez por ello, quienes crearon los ordenadores se propusieron fabricar una máquina absolutamente idiota, pero también absolutamente obediente, para que siguiera las instrucciones (o algoritmos) sin improvisar (por supuesto que no hablo de los actuales intentos de crear inteligencia artificial). De esa forma y en principio, si algo no funciona, los errores siempre los cometen los programadores y los usuarios, pero no las máquinas.

Los hacedores de internet se adecuaron a esta regla y muchos de los artificios que crearon para que la web exista son parecidos al ayudante del chef. Por ejemplo, los motores de búsqueda. Los motores de búsqueda son sistemas informáticos que buscan los archivos o datos que hemos acumulado desde que existe internet y que aquel hechicero demente que imaginamos ha despedazado y arrojado en la gigantesca coctelera de la que hablamos.

Un motor de búsqueda es como un idiota al que podemos ordenar que nos busque un dato; y lo hace comenzando a buscar y a reconstruir los fragmentos despedazados del mismo que hay en la web. Lo hace de manera idiota, examinando fragmento tras fragmento hasta que va encontrando las partes del archivo y rearmándolo como un rompecabezas. El idiota obedece la orden primaria de su programador (que puede traducirse como: “Buscarás lo que te pidan buscar”) y luego a partir de esa orden, obedece a un niño que debe escribir una redacción sobre “La Vaca” para presentar en la escuela y que busca en Google información sobre la vaca.

Si todo funciona de esta manera ¿De qué se preocupaba Umberto Eco? Insistamos con otro ejemplo.Volvamos a nuestro Chef. Su restaurante ofrece un variado menú, pero lo que realmente cocina delicioso son los capeletinis con salsa boloñesa. Su fama se ha diseminado tanto que los amantes de las pastas concurren asiduamente por este plato, a tal punto que, cuando llegan los clientes el ayudante sólo pregunta a los comensales ¿Lo de siempre? Y por lo general la respuesta es la misma: “capeletinis con salsa boloñesa”.

Wikipedia

Internet
Internet

Umberto Eco
Umberto Eco

Edward Kasner
Edward Kasner

Googol
Googol

¿Qué quiero decir con este ejemplo? Que los mecanismos idiotas de internet buscan y encuentran mayormente lo que les ordenan buscar; así como el Chef cocina mayormente lo que sus clientes le piden. Si algún cliente detesta las pastas, no volverá por ese restaurante. De la misma forma, si a un navegante de internet le interesan las ikebanas, mayormente conseguirá ikebanas en la red, si tiene Facebook se llenará de sugerencias de amistad de gente y grupos con intereses similares y llamativamente con un perfil parecido al suyo; Google y YouTube harán más o menos lo mismo. Su email le ofrecerá publicidad sobre ikebanas. Es probable que el orden de aparición de las ofertas y propuestas esté determinado por la cantidad de visitas, o por las opiniones de los usuarios, o (también puede suceder) por influencias no visibles que no son espontáneas y que estén direccionados por alguien (pero ello esta tema para otro artículo).

Es muy probable que existan organizaciones siniestras que encubiertas en las sombras de la web intenten imponer en el mercado global sólo las ikebanas de color verde y tengan suficientes recursos e influencias en los medios para que aparezcan por todos lados. El Internet no es perfecto; pero no es perfecto para nadie. Ni para las siniestras organizaciones mundiales de ikebanas ni para el simple y pequeño ikebanólogo que quiere un ikebana de otro color. Un viejo refrán reza: “El pez grande se come al pez chico”. Ello es cierto, pero por más cierto que sea, no tiene consecuencias absolutas; pues de lo contrario el océano no estaría pletórico de peces chicos. La ventaja de éstos suele ser su gran capacidad reproductiva, mientras más crecen cuantitativamente menor es la posibilidad de su control. Pero, si impedimos que crezcan, los podemos empujar a su extinción.

En cuanto a la preocupación de Umberto Eco, es cierto que los idiotas reales de carne y hueso, hoy pueden ser escuchados, leídos y replicados en la web, tal vez de manera exponencial. Pero también es cierto que existe la posibilidad real de eludirlos. El peligro no es quelos idiotas tengan derecho a expresarse tan masivamente, como lo expresó Eco; sino que alguien intente “solucionar el problema de que los idiotas tengan derecho a expresarse tan masivamente”.

En este orden se corren dos posibles riesgos: el primero; que, para quitarles ese derecho y preservarnos de los idiotas, algún idiota nos impida expresarnos a todos. El segundo riesgo es que, sin ánimo de desmerecer al gran maestro italiano: ¿Quién y cómo se determina en internet o en cualquier lado el parámetro de la idiotez? La respuesta no puede reposar en formas de control que excedan lo que actualmente es considerado como delito y desgraciadamente, tampoco sería bueno que repose en “controles” democráticos globales, ya que -en virtud de la hipótesis de Ecco-, el mundo se transformaría en una idiocracia global. Hoy la oferta de internet es relativamente democrática, ya que ofrece mayoritariamente (no absolutamente), lo que la mayoría busca y los resultados no son muy alentadores. Pero si agregamos a esta oferta democrática un “control democrático”, devendría en un apocalipsis cultural global.

La web ha creado una aldea global que asusta a las generaciones que crecimos con libros. Lo bueno de hoy es que la censura a la vieja usanza es más difícil y la quema de libros, aun cuando existe (en Polonia en 2019 quemaron libros de Harry Potter), su eficacia es simbólica y produce los efectos contrarios. Probablemente Umberto Eco estaba molesto con la intoxicación o polución informativa que enferma a la sociedad global inundándola de obscenidades, falsedades y absurdos. Pero no es lo único que existe en ella y nadie puede impedir -por el momento-, que se exhiba también lo bueno, lo bello, el buen gusto y el conocimiento, a condición de que haya libertad.

Tal vez la peor trampa posmoderna sea que el internet, al ofrecernos lo que buscamos, se transforme en un espejo de lo que somos y no soportemos vernos a nosotros mismos reflejados en la mediocridad exponencial que refleja. La culpa no es del espejo y la solución no es recurrir a otros, para que nos preserve de nuestra propia imagen. (Silvio Marcelo Dall’Ara)

 

 

 

 

 

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